A un costado de la
Alameda Central se yergue, majestuoso, el
Palacio de Bellas Artes. La magnífica construcción de triple cúpula, elaborada en mármol blanco traído de Italia y de varias regiones del país, resalta entre el atiborrado paisaje conformado por modernos y antiguos edificios que, día a día, son testigos del ajetreo del Centro Histórico de la gran capital.
Con motivo de la celebración del
Centenario de la Independencia, el presidente Porfirio Díaz mandó a construir un espacio que se asemejara a las espléndidas óperas europeas, el cual albergaría el nuevo
Teatro Nacional. El proyecto, a cargo del arquitecto
Adamo Boari, tenía la difícil tarea de mostrar la modernidad y el progreso en una nación contrastante y al borde de la Revolución como lo era México.
Influenciado por los estilos de moda en Europa y Estados Unidos, Boari diseñó la fachada retomando los ejemplos arquitectónicos de la época; desde el Romanticismo, hasta el Neoclásico, pasando por el Art Decó y el Art Nouveau, Bellas Artes se convirtió en una construcción ecléctica cuyo exterior se distingue por las líneas onduladas y asimétricas, de las que resaltan las esculturas y los relieves que rememoran a las figuras clásicas. Sin embargo, con el objeto de “
mexicanizar” la decoración, se esculpieron en la portada elementos prehispánicos como cabezas de jaguar, guerreros águila, coyotes y serpientes, parecidos a los utilizados en el arte mexica.
Así, con la participación de diversos artistas nacionales e internacionales -como André Allar, Paul Gasq, Leonardo Bistolfi, Géza Maroti y G.
Fiorenzo- se dio vida a un magnífico conjunto escultórico. De éste, destacan los pegasos que resguardan la plaza central y el altorrelieve de “
La Sinfonía” en la fachada principal, los cuales, entre columnas corintias, esculturas de bronce y balcones con hierro forjado, conforman una de las mayores manifestaciones de la arquitectura mexicana ¡que compite, en belleza y grandiosidad, con cualquier construcción del mundo!